lunes, 24 de mayo de 2010

El Senado español o la orquesta del Titanic

Es conocida la escena de la película Titanic cuando el capitán da la orden de seguir tocando a la orquesta mientras el barco se va hundiendo. Se ha convertido en un estereotipo de lo que sucede cuando alguien trata de negar la evidencia o de esconder la cabeza para evitar el peligro, como dicen que hacen los avestruces.

Ayer vivimos en España uno de los episodios más lamentables y vergonzosos de los últimos tiempos (y digo uno porque ha habido muchos). El Senado gastó 6.500 euros para pagar los servicios de los traductores que hicieron la traducción simultánea de la intervención del presidente de la Generalitat José Montilla. Un periódico titulaba "traducción entre andaluces". Más allá del hecho de que el presidente Montilla sea cordobés y -dicen- no hable el catalán de forma fluida, lo que no tiene sentido es que el Senado (¿alguien sabe para qué sirve el Senado?) gaste ese dinero para un hecho absolutamente ocioso, justo en un momento de crisis profunda, con una reciente bajada de los sueldos de los funcionarios y muchas otras reformas pendientes.

Hace unos días falleció el conocido actor Antonio Ozores, uno de los máximos representantes de las películas cómicas del franquismo, esa que se conocían despectivamente como "españoladas". Ahora muchos se hacen lenguas de su vis cómica y de sus excelencias interpretativas (¡es que no hay como rorirse para que hablen bien de uno!). Parece que incluso se quieren recuperar sus "españoladas". Lo triste es que hay actores nuevos y muchos cómplices de sus frivolidades que gastan el dinero ajeno con alegría cuando los tiempos no están para tirar cohetes.

Cada vez es más evidente el divorcio entre la casta política (una auténtica casta de intocables gastadores al servicio de sus propios intereses) y los ciudadanos. La crisis, además de económica, es claramente de valores y de decencia. Ahora sólo nos queda esperar a las elecciones para que decidamos a quién vamos a pagar sueldo y prebendas durante otros cuatro años y quién queremos que se gaste con alegría el dinero de nuestros impuestos en (muchas veces) caprichos de niños malcriados.

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